19 y 20 de diciembre: contra las ciencias sociales

septiembre 11, 2006

diciembre19_05.jpg Parece que fue un tal Heródoto, Heródoto de Halicarnaso para ser más preciso, quién desató la peste: podemos llamarlo, a partir de ahora, si quieren: el loco.

Parece, si bien las fuentes son, como siempre, esquivas, que fue él quién inventó, un día, inconmensurable cielo del egeo mediante, ese procedimiento del pensar que llamamos historia. A partir de esa ocurrencia del azar no serán las musas las que hablarán por la voz del aedo para gloria eterna de los héroes en su metalúrgico batallar, sino aquel que, no sin riesgo, historei, vale decir, aquel que atraviesa y es atravesado por esa experiencia inaudita de lectura del presente que llamamos, con modestia y no tan griegos: historizar, práctica, acto de hacer historia, donar nombres, temporalidades al mundo de los hombres. La historia, tal cual la conocemos, es decir, como práctica ligada a las ciencias de lo político-social, adulará ese gesto inaugural para luego vilipendiarlo, borrando sus huellas iniciales. Pero por ahora esa es, al decir de Kipling, otra historia.

Sabidas son también las implicancias del acto fundante herodoteano: el nomos (la ley) de la ciudad empezará, a partir de allí, a ser objeto de indagación y desacuerdo y no de reverencia. Pero, vale aclararlo, la historia es hija de la invención política ateniense, su desarrollo en tanto discurso específico es interior al poder ilimitado del demos reunido en asamblea. La historia, como su madre, la política, es rara y escasa. Sin embargo, me interesa retener un núcleo duro de este asunto: es Heródoto, un historiador, quién dona el nombre (es decir, formas autoconcientes) al kratos del demos, la potencia de los pobres, llamando a ese despliegue con un hermoso nombre: democracia.

La operación histórica funda, así, su recorrido, nombrando la ruptura de la tradición y del consenso, indagando la potencia de la invención política, sin medida estatal, de lo colectivo como tal.

Hoy, cuando el mundo se nos presenta tan presto a la celeridad que uno parece estar constreñido a estar un paso adelante, so pena de perder su ritmo y escansión, podemos dar un paso atrás rastreando, por vías paralelas o calles laterales, las aperturas del gesto herodoteano.

Gesto que bien puede imbricarse a aquella vieja palabra helena, logos apofántikos, palabra que designa aquello que muestra o hace aparecer lo que hasta entonces se mantenía oculto, olvidado, en una suerte de letargo o latencia, y que no atraía, antes de su nominación, ninguna mirada, ninguna teoría.

Historie y logos apofántikos, ergo, nominación bautismal del tiempo presente; me parece que es en esa dirección que tenemos que ser más griegos que nunca. No sólo porque, según las palabras certeras de Macedonio Fernández, aquella época era la de las cosas bien hechas, también porque estamos suspendidos ante el imperativo de nombrar-pensar los posibles latentes de nuestro tiempo y sacar las conclusiones de ese decir.

Ante esto, una evidencia: estamos en una jornada sobre el pensamiento post-19/20 de diciembre. Digámoslo así: se trata de interrogarnos sobre el pensamiento-praxis que habrá emergido de ese proceso, los efectos que habrá desplegado esa potencia. Historie y logos apofántikos, es decir, donar temporalidades al tiempo presente y bautizar el ente hasta entonces indiscernible es el magma chirle y viscoso de lo indistinto, son estas operaciones de pensamiento interiores a intentar desentrañar cómo seguir siendo fieles al proceso que hoy intentamos pensar.

Y toda fidelidad es precaria. Los abandonos reaccionarios, las deserciones a indagar la potencia de lo colectivo, el abrigarse en la tibieza de las propias convicciones, son posibilidades que están a la vuelta de la esquina, pues la lógica del mundo pasa por otro lado.

La operación periodística-académica para explicar el proceso del 19 y 20 puede gustarnos o no, pero no podemos negar que ese pragmatismo imbécil parte de algunas evidencias: el agotamiento del proceso asambleario, paralelo a la reconstrucción de la estatalidad kirchnerista, el tradicional jacobinismo intempestivo y fluctuante de los sectores medios, etc.

Pero estamos aquí para pensar y no para opinar. El asunto es probar un desvío, rescatar lo que está olvidado, evitar la convención, la tibieza de las certidumbres medioambientes. Por eso nuestra respuesta no puede estar ligada al sentido común que organiza la lógica de este mundo, es decir, no puede ser proferida por un espectador-de-lo-que-sucede, sino, figura más cercana, por un actor que decide, al olvidarse la letra, el sentido de la obra. Si nos decimos herederos de aquellas jornadas, si algún efecto habrán producido para que designemos nuestra ascendencia allí, de nosotros depende construir su legado. Y toda tradición es una invención arbitraria; el pasado es, como todo, reversible; más cambiante incluso que el presente.

De ciega raigambre religiosa, la palabra fidelidad invoca una decisión que no está ligada a la exaltación de la decisión sino a la somnolencia de la duda. Si uno decide ser fiel a algo que le ha pasado es porque encuentra un impasse en ese algo.

Entonces ¿Cómo seguir pensando nuestro hacer, cuando el proceso que desplegó ese hacer se halla, a todas luces, en vías de agotamiento? Si nos juntamos es, creo, para responder colectivamente a ese interrogante.

Nudo, cicatriz o llaga, 19 de diciembre de 2001 habrá dejado en nosotros una huella imborrable. Aunque intentemos sacudirnos su marca como una carga demasiado pesada, la arrastraremos con nosotros, estigma, enigma y signo, adonde quiera que vayamos, irreductible. Y es que con algunos acontecimientos pasa como con los grandes textos: cambian los modos de ser, los modos de habitar el mundo.

La llamada nueva izquierda nacional argentina, por ejemplo, cuyos exponentes más brillantes se reunieron entorno a las revistas Contorno y Pasado y Presente, tiene como fecha bautismal la caída del peronismo. Y quizás allí se encuentren las mejores páginas de la heteróclita tradición de nuestras izquierdas. Lo notable, en este caso, es que si bien el golpe gorila del 55’ no es para nada una novedad política, una distorsión del lazo societario-estatal, por muchas razones que aquí me exceden, esa fecha inaugurará, para un segmento importante de la intelectualidad de izquierda, una nueva época. Toda una nueva serie de problemas empiezan a ser explicitados a partir de allí. Sin embargo, lo sabemos, no hay comienzos absolutos. Si ellos encuentran un itinerario es porque lo estaban buscando. Si uno ve el proceso un poco más de cerca, se da cuenta que el mapa problemático de esa generación naciente ya había sido parido, más o menos, con anterioridad: invención de un marxismo que, traduciendo mestizamente sus mejores versiones europeas, descifre la tradición político-cultural del país a la luz del advenimiento de la era de las masas peronistas a la palestra pública. La caída del peronismo actualiza, dinamiza, reordena, expande ese itinerario hasta entonces latente, deshilvanado. Vale decir, metamorfosea, para un segmento importante de la futura intelectualidad comprometida los modos de leer, de habitar, de ser en la realidad.

19 y 20 de diciembre quizás haya sido eso para nosotros, no un comienzo absoluto, sino un momento de viraje, de desenvolvimiento abierto de problemáticas latentes.

Vuelvo, después del rodeo, al comienzo ¿De qué manera pienso que el 19 y 20 de diciembre puede, como efecto, oponerse al desarrollo de las ciencias sociales?, como es que propongo en el título. Leo en una publicación estudiantil contemporánea: “Universidad del Saber: institución estatal dedicada a la repetición perpetua de las normas que regulan el estado de cosas”. Mi pregunta, siguiendo esto es ¿qué podemos decir del desarrollo de las ciencias sociales en la universidad del saber, qué coherencias podemos extraer de ese decir?

En el siglo pasado el marxismo tuvo mucho que ver con la consolidación de las ciencias sociales. Por un lado, fue el significante móvil que donaba sentidos y formas a las empresas militantes. Por otro, las políticas marxistas ligaban el futuro de no dominación de la humanidad al potencial libertario del proletariado, es decir, sus propias categorías garantizaban el sentido y fundamento histórico del despliegue de esa potencia. Anudando la política emancipatoria a la claridad epistémica, el marxismo era, en tanto garante del futuro, ciencia de lo social-histórico. De esa manera, diagnóstico de lo sociohistórico e intervención política corrían de la mano. El marxismo, entonces, como ciencia de la transformación del mundo se ha ocupado, fundamentalmente, de una cosa: verificar la desigualdad en la historia. Reconozcamos que ha realizado esa actividad con notable éxito. En cuanto a desarrollo y consolidación de las disciplina sociales ese es su legado fundamental.

Pero, ¿que pasará con esas ciencias de lo social, más o menos cimentadas por el marxismo, cuando, ahogada en sangre la desmesura trágica de los 70’, la vuelta a la democracia establezca las condiciones para que el intelectual-militante de la víspera se trastoque en el profesor institucionalizado? Las ciencias sociales conservarán del dispositivo de otrora sólo su primer término: el diagnóstico. Digámoslo así, lo político, lo social, para las ciencias sociales, se trastocarán en objeto de estudio. La disposición subjetiva que incluye ese traspaso es la del espectador del mundo, es decir, los criterios de cientificidad establecidos separarán tajantemente el pensamiento del hacer-en-la-situación. Es decir, el imperio del profesional en ciencias sociales, construcción cultural, discursiva y corporal propia de la universidad del saber de lo social, tendrá por esencia separar cualquier posible juntura entre pensamiento (que ya no es pensamiento en el modelo profesional sino saber) y las indagaciones de los reales latentes en la situación. Así las cosas, que la ola de rebelión del 19 y 20 haya pasado por el costado a las instituciones del saber social no nos tendría que parecer tan extraño. Pero el problema es también nuestro, ya que nosotros mismos hemos sido formados en esos modos y en esos procedimientos sapientes y basta distraernos un poco para mostrar, como se dice, la hilacha, exponiendo, ridículos, nuestra deformación de origen.

Intelectual comprometido, vanguardia conciente, la posición de maestría fue la figura intelectual hegemónica durante nuestra última gran experiencia política de masas en los 70’. Imaginario realista saturado hasta el tuétano de episteme, nunca debemos olvidar que la dilucidación de lo histórico-social era, en esa secuencia, interior a empresas intelectuales que intentaban destrabar el conjuro opresivo que evitaba la realización de la esencia del hombre. Y es tan cierto decir que este pensamiento paradójico encarnó en experiencias intelectuales y militantes geniales, como afirmar que está agotado. Y declararlo agotado es una apuesta militante de primer orden, pues el estúpido tema de la memoria, añoranza musealizante imbécil, amenaza con matarlo. No a él mismo, que está agotado, sino a su posible legado. Destrabando el memorialismo, serán sus herederos quienes asuman su propio tiempo como singularidad pensable, sustrayéndose a la vejez de la adolescencia eterna que cierta nostalgia medio ambiente quiere imponer.

Pero volvamos, somos contemporáneos, entonces, en ciencias sociales, a la instauración de una figura de maestría bien distinta: la del género profesional. Esa subjetividad habrá descubierto, en la superficie tibia y neutra de la resignación, absorta por la compleja rugosidad del mundo, garantes sabios de lo posible, que a la realidad conviene saberla, no golpearla.

En ese sentido, algunos puntos a desplegar, manifestación de mi descarado giro herodoteano:

1) la actividad intelectual, en la facultad del saber, tiene como fundamento trastocar lo socio-político-cultural en objeto de estudio. El pensamiento de la situación se licua en objeto de ponencia, becas, doctorados, artículos.

2) el sujeto intelectual prescripto es el progresista escéptico, espectador sapiente del mundo. Los saberes circulantes son nihilistas porque no son capaces, por el mismo modo de existencia y circulación existencial académico, de medir su potencia interviniente en el mundo. Ahora bien, la posición de maestría de la vanguardia del postcordobazo, como decía, ha muerto. No escinde las conciencias activamente, tan sólo produce nostalgia, memoralismo vacío ¿Quién viene a reemplazar ese emplazamiento trágico difunto? Pues nosotros. ¿Quiénes somos nosotros? Eso está por verse.

3) en su versión piola, lo más que ha podido llegar las ciencias sociales de la universidad del saber es al memoralismo musealizante sobre los 70’. Es decir, traducir las singularidades allí desplegadas en objeto de estudio, de denuncia o de indignación, no de fidelidad. Si buscan un ejemplo de la impotencia de las buenas conciencias encorsetadas por el dispositivo disciplinario de las ciencias sociales, búsquenlo allí.

4) el modo de relación entre quienes componen este mundo es el evergetismo académicus o clientelas-guetos jerárquico-profesoriles.

5) el triunfo y encumbramiento individual se hace, cómo en Homero, a costas de la opacidad de lo colectivo.

Mi hipótesis es que, ante la erección de las facultades del saber, ante la cristalización de la figura del cientista social profesional, 19 y 20, como signo o estigma, habrá iniciado la construcción dispersa de prácticas del pensamiento puntuadas que llamo, a falta de mejor nombre, la facultad del pensamiento. ¿Qué es la facultad del pensamiento? ¿Dónde ubicarla? Su ubicación es dispersa, atraviesa en diagonal los espacios académicos, las tomas de fábricas, los emprendimientos cooperativos, alguna conversación en bares. Su característica primordial es, deleuzianamente hablando, devenir minoritaria. Componen la facultad del pensamiento aquellos lugares, prácticas y discursos inventados para poner en práctica, precisamente, la facultad de pensar, es decir, el conjunto de operaciones que transforman los discursos, lugares y prácticas que sedimentan la artificiosa consistencia de este mundo. Como la historia suele repetirse no dos sino muchas veces, el asunto encierra, inesperadamente, un revival herodoteano. La facultad del pensamiento es aquella que declara que no hay nada imposible y que todo, incluso una nueva tradición de izquierda, es decir, un imprevisto pasado libertario, está por hacerse. Pero constituirá, fundamentalmente, su insistencia inconsistente, el intento de situar el pensamiento en aras de rastrear una nueva tentativa igualitaria, aquí y ahora.

Recuerdo que Lenin, a principios de los 20’ planteaba que la política que debían llevar adelante los comunistas con la socialdemocracia podía sintetizarse en la consigna “golpear juntos, marchar separados”. Un siglo ha pasado y parece cómo si la consigna que nos pudiera aglutinar, para contrariarlo nomás, es exactamente la opuesta a la que pretendía Ilich: marchar juntos, golpear separados.

Pues parece que los sentidos lumínicos, unívocos, cristalinos, han entrado, para nosotros, en la noche de los tiempos. Nuestra política es nocturna. Los dioses han muerto y después de su retiro adviene la diáspora, la dispersión; no el diluvio.

Ni cielo lumínico de la razón totalizante, ni sujeto al cual elevar, remedos laicos, todos ellos, del nombre de Dios, producen, hoy, políticamente, nada. Mientras, caminamos, en la noche, hacia otro cielo. A veces el tránsito sombrío puede hacernos pedir por el regreso de los dioses velados, a veces nos contentamos cínicamente de su entierro.

Cómo si nos hubiésemos convertido en el centro del reloj en torno al cual giran, locas, las agujas, estamos acá, reunidos, pensando. Estamos, nosotros, no otros, acá, pensando, marchando juntos. Y no nos han vencido, algo así dice Verlaine en un poema demasiado hermoso, no nos han vencido, porque en nuestras venas, buen tesoro, la sangre circula.

Una respuesta to “19 y 20 de diciembre: contra las ciencias sociales”


  1. hola como estan pon gan casas que de verdad la gente en tienda por que yo no en tiendo nada ok


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